México Perú
Gastronomías Milenarias
El 2003, en el primer Encuentro de Historia Perú – México realizado en Lima (Universidad Católica del Perú y el Colegio de Michoacán), peruanos y mexicanos reafirmamos que algo nos hacía semejantes en el tiempo. El esplendor precolombino, el encuentro de los dos mundos y los azares republicanos proponían, según aquel cónclave, que nuestros dos países afrontan “historias paralelas”. Pero cuidado, aquel evento nos hizo ver que, si bien poseemos un pasado imperial indígena que compartimos, estamos lejos de ser hermanos gemelos. México y Perú, por hondura, por sensibilidad, por paisaje y por anécdota, somos bien diferentes y quizá sea más lo que nos difiera que lo que nos acerque.
Hoy, quince años después, surge este sorprendente segundo libro de Ingrid Yrivarren, “México Perú, Gastronomías Milenarias” (Penguin Random House, 2018), síntesis del derroche y la exuberancia culinaria y alimenticia que nuestros dos países ostentan. La profusa bibliografía de la cocina mexicana (que incluye un Larousse Gastronomique sólo de pozoles, enchiladas, birrias y tacos), así como la de la peruana del siglo XXI (pre y post Gastón Acurio y el fenómeno Mistura) no habían gozado de un libro como éste, que fraterniza a nuestros maíces nahuas y quechuas y se embriaga de tequilas tanto como de piscos de uva quebranta.
La idea de hermanarnos mediante sabores y recetas es original y bizarra sin duda. Ingrid inaugura, quizá sin intuirlo, un rubro en la literatura culinaria latinoamericana: las cocinas paralelas. Milenarias, sí, tratándose de Perú y México, porque ambas se han perpetuado en la piedra y en el fuego. Cocinamos, en Mesoamérica o en los Andes, desde antes de saber lo que es el hambre, al parecer. Y si el gran Vasconcelos definía nuestra esencia antropológica latinoamericana como “La Raza Cósmica”, Ingrid insinúa que nuestros fogones incas y mexicas brotaron de la tierra y se elevaron, como el quetzal maya o el cóndor peruano, al mismo cosmos. “La cocina cósmica”, digamos, de innegable trascendencia espiritual propia de dos naciones con tan refinado misticismo.
Admite Ingrid que Europa, en el mestizaje, nos estilizó pero que el pulque o el agua de Jamaica, como la chanfainita o el emoliente ambulante peruano son hostias nativas originales de ese templo público que es el mercado nuestro, la
esquina, la plaza, el espacio charro en donde millones de mexicanos y peruanos se sacian. Somos hijos de ese caos urbano de sabores, qué duda cabe, porque hasta la África de negros angolas puso azúcar en nuestros paladares así como los chinos cantoneses nos enseñaron a freír. En el mosaico dantesco de aromas y de pulpas que reluce en estas páginas, en este sabroso laberinto de nopales, de guachinangos, de quinuas y de cacaos (el “laboratorio de alquimia” definido por Laura Esquivel), este libro de Ingrid arrolla a cualquier otro de su especie. Imposible competir, en fuerza sensorial y en lujuria botánica, con esta obra. Y creo no exagerar.
No es éste, entonces, el recetario pomposo que pretende unir a dos naciones, cincuenta platos nativos de veinticinco chefs del Perú y otros veinticinco de México. Claro, es utilísimo para el cocinero saber cuántos gramos de cacahuate,
nuez, pimienta, papa seca o kiwicha se requieren para este abanico pantagruélico de almejas, ceviches, pipianes, tacos, conejos, arroces, inchicapis, callos, rocotos rellenos o chiles güeros que surgen aquí, bellamente ilustrados. Culinariamente hablando, el libro es bien didáctico y cumple con creces. Pero la trascendencia de este volumen va mucho más allá, pues se afirma en todo lo que peruanos y mexicanos forjaron culturalmente sobre el comal, la barbacoa o la pachamanca y en cuán grande es nuestra alma desde que se corta el maguey que será tequila o
se cuece el maíz que será chicha. Pierde el tiempo el que lee este libro de Ingrid sólo con ojos de cocinero. Éstos que se limiten al recetario de la tía Chole o al peruanísimo Qué Cocinaré de Nicolini. Estas páginas de Ingrid, exigen mirada de antropólogo, de historiador, de poeta y de gourmand.
Puedo, sí, debatir con la autora que tan deslumbrante texto suyo tienda a asemejarnos y a buscar a fortiori paralelismos y fraternidades entre los hijos de Moctezuma y de Atahualpa. Allí, Ingrid cumple una labor más diplomática que literaria y lo hace mejor que cualquier funcionario de la Secretaría de Relaciones Exteriores o del limeño Palacio de Torre Tagle. Yo creo que no nos parecemos tanto porque el Perú nunca tuvo un cura Hidalgo, ni un Benito Juárez, ni un Cuathemoc ni un Cantinflas ni una Sor Juana Inés de la Cruz ni un Pancho Villa ni un José Alfredo Jiménez ni una Virgen como la morenita del Tepeyac. Por último, no tenemos un Enrique Krauze, el lúcido autor del notable prólogo de este libro, cuya voz desmitifica revoluciones, héroes y “falsos recuerdos”. Somos abismalmente distintos (y eso también es maravilloso) porque México tampoco posee un Machu Pïcchu, ni un río como el Amazonas, ni un desierto extraterrestre como Nazca, ni un César Vallejo, ni un Vargas Llosa ni un San Martín de Porres.
ni una Chabuca Granda ni una Yma Súmac (y por último, ni una belleza como Ingrid Yrivarren que produce libros tan singulares y hermosos como éste). Pero lo que no puedo discutir es esa exuberancia natural compartida, ese sabor
de milenaria eternidad y colorida tradición que sí nos fusiona. Ambas patrias veneramos la muerte pero hacemos de la cocina y del yantar una fiesta vital y eso se resalta claramente desde el inicio de la obra. Nuestras sazones regionales son definitivamente equidistantes, como el picor de nuestros chiles y la pureza de nuestros cacaos y granos de café. La creatividad culinaria hidrobiológica de mexicanos y peruanos, es análoga, como las magias y desvelos poéticos de Rulfo y de Arguedas y el aura polémica que adorna a la Malinche y a la Perricholi. Este libro, finalmente, nos ha dejado pasmados en la opulencia terrenal y marina de nuestros dos pueblos y en la propuesta de futuro hacia una cocina inclusiva y tecnológica. He allí su enorme valor cronológico, de explorar el pasado para afrontar un siglo XXI más sibaritas pero menos desnutridos. Es éste un canto en papel cuché a la fertilidad natural que el hombre quechua o nahua, limeño o chilango, cosechó y elevó a los altares culinarios, con esa originalidad que
Leopoldo Zea propone como urgencia: “ahora es cuando América necesita de una cultura propia…no puede ser ya la imitación, sino la creación personal, propia”. Y esa creación oriunda, ese ser mexica y costeño-andino-amazónico se trasluce nítidamente en este “México Perú, Gastronomías milenarias” que Ingrid Yrivarren, promotora, creadora y soñadora, nos ha regalado en sus subyugantes trescientas páginas.